12 de junio de 2009

MONCAYO: EL CAMINO DE UN PADRE

Desde el día en que secuestraron a su hijo, el profesor Moncayo lo dejó todo para buscar su liberación.

Hoy, casi 12 años después, el caminante sigue en la lucha acompañado por su hija, que se convirtió en su mano derecha.

Gustavo Moncayo no está cómodo. Y tiene toda la razón. Dice con su voz pausada y baja que no está para fotos, que si quieren retratarlo que lo hagan en su lucha, porque lo suyo no es modelar frente a los lentes, lo suyo es buscar la libertad de los soldados secuestrados, entre los que cuenta su hijo Pablo Emilio.

El profesor Moncayo se agita y sus cadenas chocan y se escucha ese alboroto metálico. Se quiere ir. Su hija, Yury Tatiana, con su tono dulce lo tranquiliza, le dice 'Tavo' y le coge una mano y le arranca una sonrisa. El profesor dice que está bien, pero que basta de fotos. Yury es su hija, consejera y asistente. Yury salva la entrevista y se convierte en su asesora de medios.

Se parecen bastante. Ambos tienen esos ojos grandes y negros, solo que los de Yury son más luminosos que los de su padre, que a estas alturas se muestran opacos y cansados. Ambos son bajos y tienen esa inteligencia afilada que obliga a pensarse bastante cada pregunta, so pena de quedar como un desinformado o, peor, como un indolente. Yury ríe y Gustavo apenas sonríe. Yury dice que ha tenido que vivir más de lo que debe alguien de 22 años y a su papá, que tiene 57 años, dice que su vida regresa el día en que su hijo sea libre.

En el parque, donde nos encontramos, la brisa levanta la tierra y pega a la piel del profesor esa camisa trajinada y estampada con una foto de toda la familia Moncayo. Mejores tiempos. La gente pasa y algunos lo reconocen y gritan su nombre y lo saludan, mientras que otros, como él mismo dice, lo miran con distancia y desconfianza.

En este país de (bi) polaridades, la lucha de este hombre y su familia es tan ovacionada como impopular. Algunos aseguran, con ligereza, que es un enemigo del gobierno, cuando no un aliado de la guerrilla; mientras que otros reconocen en él a un padre en una situación desesperada, a un hombre que, como diría más tarde el fotógrafo que nos acompaña, ha tenido que hablar hasta con el mismo diablo para que su hijo regrese a casa.

Para definir a Yury y, claro, a su padre, se debería comenzar por el suceso que marcó el antes y el después, por el punto cero de su tragedia, que tiene fijada la fecha del 21 de diciembre de 1997, exactamente a las 8 p.m., cuando la familia Moncayo (el profesor, su esposa -también maestra- y sus hijas), recibieron una llamada en la que se les informaba la toma guerrillera al cerro de Patascoy (Nariño), donde el cabo Pablo Emilio Moncayo prestaba sus servicios al ejército.

Esa noche los medios pasarían informes de las bajas y los secuestros, mientras que el padre del cabo se refugiaba en una iglesia a conjugar dos verbos en infinitivo: llorar y orar. Sí, en Sandoná (Nariño), un pueblo calvado en la montaña, ese diciembre no hubo felices fiestas. Gustavo Moncayo recuerda con los ojos sumergidos en especialmente nada, que del 21 al 31 de diciembre se gastó todo el dinero en llamadas y taxis a Pasto para averiguar por la suerte de su hijo. Luego, gastaría lo que no tenía en más indagaciones y en la ida hasta Patascoy, que haría un mes después de no tener noticias y en donde encontraría los vestigios del feroz ataque, pero ningún rastro de su hijo. Más tarde hipotecaría, vendería y empeñaría cada posesión por lanzarse a la empresa de lograr el intercambio humanitario.

Yury ahora vive en Bogotá. Tiene una habitación en una casa de estudiantes. Es un lugar mínimo, de paredes pastel y adornadas con carteles que hablan de comunidades indígenas y afrodescendientes. Su cuarto no hace juego con esa voz tan suave, que remitiría a una jovencita de osos de peluche en la cama y grupos pop en los muros. Pero tratar de adivinarla por primeras impresiones sería un error monumental. Su figura pequeña y menuda confunde, se podría pensar en fragilidad, pero solo hay que escucharla con atención un poco, solo un poco, para darse cuenta enseguida que en esos 150 centímetros hay una fuerza de titán, que le ha alcanzado no solo para apoyar a su padre, sino para acompañarlo en cada travesía y convertirse en su mano derecha.

Ahora, por ejemplo, suena el celular de Yury y ella contesta y coordina una entrevista con un periodista extranjero, mientras acompaña a su padre a reuniones con otros maestros y le prepara un cronograma de futuras citas. Todo al mismo tiempo, pues convertirse en el ala administrativa de una lucha familiar es un trabajo que requiere no solo agilidad, sino de las 24 horas. Por eso ella de vez en cuando suelta un resoplido, dice que está cansada, que debe sacar tiempo para ella, pero sabe que la pausa no es un lujo posible por ahora. Luego mira el reloj y descubre preocupada que las horas avanzan.

Desde que el profesor Moncayo se convirtió en una figura nacional, cuando decidió marchar desde su pueblo a Bogotá (aquellos 900 kilómetros cubiertos centímetro a centímetro) en el 2007, Yury estuvo con él como una discreta sombra en cada paso. Por eso recuerda, como algo ya lejano, que su padre empacó dos pantalones, algunas camisetas y ropa interior en una mochila, mientras que ella se ofrecía a acompañarlo en lo que imaginó sería un corto recorrido, que se ha prolongado hasta hoy, pues a su casa en Sandoná apenas ha podido regresar una vez en estos dos años.

Yury intenta poner un orden a los sucesos. Empieza por las lágrimas que su padre quiso ocultar, por los silencios de su madre, por la hostil tranquilidad de una tragedia. Arma la historia por piezas, trata de recordar a su hermano y los meses de incertidumbre que se extienden hasta hoy. Recuerda que a su madre se le disminuyó el oído de tanto tener la oreja pegada al radio, que su padre dejó de cantar y tocar guitarra, a sus hermanas mayores y a la más pequeña (de 5 años) que no ha podido disfrutar de la presencia del profesor.

Su memoria le muestra la marcha, sus pies abiertos, la gente que se unía, la llegada a Bogotá rodeados de cámaras, las noches en la plaza de Bolívar en una carpa fría, las frustraciones, los viajes a Europa y por distintos países de América Latina (donde fueron invitados a dar su testimonio y a hablar del intercambio humanitario), la segunda caminata hasta Caracas, a los presidentes y grandes figuras que quedaron en el camino.

El profesor Moncayo guarda esos instantes en fotos que carga en una pequeña y desgastada cartuchera, que ahora saca de su mochila como si fuera un objeto sagrado. Mira cada imagen y luego las riega en la cama. Las ordena cronológicamente. Su pelo pasa de negro a cano.

Señala las fotos que algunos usaron para acusarlo de simpatizante de las Farc y que son reproducidas en YouTube, y cuenta que él fue hasta el Caguán a hablar por su hijo y por los otros soldados, que no se avergüenza ni lo oculta, pero que muchos ahora lo acusan de guerrillero, que las amenazas han estado a la orden del día, así como las humillaciones. Se detiene en la polaroid de Pablo Emilio. Su hijo está de camuflado, delgado y en la selva. Era un muchachito y ahora es un adulto, que vieron por última vez en la prueba de supervivencia enviada el 12 de marzo del 2008. Se queda mirándola y luego saca una hoja plastificada. Es una carta del hijo en la que dice cuanto los quiere y extraña. Se queda muy callado.

La cabeza de Yury se pega al pecho de su papá. Hay entre ellos un vínculo que sobrepasa el de padre e hija y llega hasta el de compañeros de una misma causa. Ella dice que no lo quiere abandonar, aunque también sabe que su propio camino se está abriendo, pues quiere estudiar Ciencias Políticas (pero no le ha alcanzado el tiempo ni el dinero) y ahora tiene la posibilidad de ir a estudiar becada cuatro meses al exterior. La noticia tiene tanto de dulce como de amargo para su padre, pues sabe que en poco perderá (al menos temporalmente) a su aliada, aunque también tiene claro que esa será una oportunidad para su hija.

Repica el celular del profesor Moncayo. El ring tone es Tren al sur. Ya llegaron a recogerlo para ir a Villavicencio. Un nuevo viaje para el caminante, otra jornada en esta travesía sin fecha de conclusión. Gustavo Moncayo se sube al carro con sus cadenas sonando. Yuri esta vez se queda y los caminos se separan, al menos por ahora.

La familia en Sandoná los espera. Hablan todos los días, pero desde hace mucho no se tocan, no se abrazan. La vida les debe años. Pablo Emilio continúa en la selva y su padre en el camino, en ese mismo que todavía recorre sin alcanzar la meta.

ENVIA: Ricardo Montenegro


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